Ficción de terror cotidiano 64 Casi caníbales



Publicada originalmente en: Casi Caníbales

La mayoría de sus juegos infantiles eran iguales a los de cualquier otro niño, la ronda, escondite, tenta y la llevas, aguantar la respiración por más tiempo o contar automóviles de determinado color, cuando pasaban por la transitada calle donde vivían. Solo podían ver esa calle a través de una ventana, ya que sus padres no dejaban que los niños salieran a jugar. Tal vez era para que no fueran a morir atropellados o temían que las demás personas les contaminaran la cabeza con ideas diferentes, a las que se vivían dentro de la familia Meléndez.
Pero otros juegos eran muy distintos, como por ejemplo, póquer apostando dientes de perro, donde los colmillos valían cinco incisivos y las muelas valían tres. Después de horas de juego, hacían el recuento de cuantos dientes tenia cada niño y ganaba quien tuviera más. Otro entretenimiento diferente, era el de curtir pieles de perros y gatos. Cada vez que sus padres despellejaban un animal para comerlo, hacían un sorteo, para ver cuál de sus tres hijos se quedaba con la piel, para curtirla. Las pieles favoritas de los niños eran las de los animales más peludos y esponjosos. Pero también le habían encontrado utilidad a la piel de perros como los chihuahua o los salchicha. En cuanto a los gatos, preferían a los angora y a los siameses. Su madre supervisaba el curtido de las pieles y cosía con una maquina industrial algunas prendas de ropa, que los niños usaban para disfrazarse de guerreros vikingos. Los niños sabían que estaba prohibido, enseñar sus disfraces a cualquier persona fuera de la familia.

El mayor castigo que uno de aquellos niños podía sufrir, era el de ser devorado por el resto de la familia. Esta era la amenaza más recurrente que su madre les hacía, cuando no hacían sus quehaceres o cuando se negaban a comer al animal domestico, que su padre había sacrificado. Esto lo hacían los padres, para enseñarles a sus hijos el valor de la comida y que supieran apreciar el esfuerzo que sus padres hacían por robar mascotas de los vecinos, atrayéndolos con carnadas o con hembras en brama, para después capturarlos, sacrificarlos, despellejarlos y cocinarlos. De forma que era severamente castigada cualquier forma de falta de respeto a la mesa.
Mauricio era el niño más pequeño y el único que conservaba cierta inocencia, fue él quien me contó el perverso mundo que sus padres habían creado a su alrededor. Sucedió un día sábado, en que sus padres salieron y dejaron a los niños encerrados bajo llave en su casa alquilada. Desde hacía un tiempo los más grandes, Gabriel y Daniel, descubrieron la forma de escaparse por una ventana en la parte de atrás de la casa e ir a caminar en los alrededores del vecindario. Habían desarrollado el gusto por fumar, a pesar de tener solo doce y diez años. Esperaban las conocidas y prolongadas ausencias de sus padres, para ir a pedir dinero a los transeúntes o a las tiendas cercanas, con lo que podían comprar cigarrillos. Se refugiaban en un callejón lejano y se fumaban, casi con desesperación, los cigarrillos obtenidos. Regresaban a su casa, sin olvidar llevarle dulces a su hermano de cinco años, para que este no los denunciara con sus padres. Siempre le prometían que, cuando creciera un poco más, lo llevarían también de paseo.

Ese día sábado, tuve la idea de lavar mi automóvil, así que lo estacioné enfrente de mi casa, que quedaba enfrente del apartamento donde vivía esta particular familia. Estaba entretenido acarreando agua y jabón hacia donde estaba mi vehículo, cuando escuché que alguien me llamaba: «Señor, señor».
Era el pequeño Mauricio, que había abierto una ventana con balcón que daba a la calle y se había subido en un banco de madera, para asomarse y ver la calle. Esto estaba prohibido por sus padres, aunque estuvieran ellos en la casa. Pero el niño se sentía aburrido porque no estaban sus padres y hermanos y no había en la casa, para comer, más que un poco de arroz con pedazos de un pequeño perro pequinés, que su padre había traído la noche anterior. Así que me estaba llamando, para pedir que le regalara un dulce o un pedazo de pan con mantequilla. Yo había visto a los vecinos muchas veces y pensaba que eran algo extraños. El padre parecía siempre estar bajo el efecto de alguna droga o borracho. Su cara enrojecida y su barba descuidada enmarcaban una mirada agresiva, que apenas gesticulaba un saludo, cuando se cruzaba con alguien. La esposa era una mujer de treinta y tantos años, con el pelo descolorido por el oxígeno, intentando parecer rubia. En alguna época debe haber sido atractiva, ya que aun tenía amplias caderas, pero sus nalgas estaban caídas y mal disimuladas por pantalones de lycra. Ella solía ser más sociable que su esposo y de vez en cuando sonreía, dejando ver los espacios en sus piezas molares, lo que le daba la apariencia de ser más vieja de lo que realmente era.
Lo que siempre me llamó la atención, era que sus hijos no parecían ir a la escuela. Pero en ese vecindario, la costumbre que predominaba era la de no meterse en la vida de los demás. Realmente me importaba poco. Pero ahora que ese niño me llamaba, me sentí en la obligación de acercarme y escuchar lo que me quería decir. Sin presentarse, ni decir «por favor», me pidió, es más, casi me exigió que le diera algo de comer, porque no estaban sus padres, ni sus hermanos. Me dio lastima de inmediato, pero también me indigné por el descuido de los padres. Recordé que tenía unos chocolates en mi casa, así que le pedí que me esperara un momento y fui a traerlos. La cara del pequeño Mauricio se iluminó al ver los chocolates, parece que eran su mayor debilidad. Luego de devorar más de seis, se calmó un poco y empezó a hacerme preguntas acerca de mi automóvil, «¿a qué velocidad corre?», «¿cuantos caben adentro?» y «¿si era realmente mío o solo lo estaba cuidando y lavando?». Me cayó tanto en gracia su pregunta que le dije que «sí, es mío» y añadí, «cuando quieras vamos a dar una vuelta». El rostro del niño esbozó una gran sonrisa, pero casi de inmediato la sonrisa desapareció, cuando recordó que sus padres no lo dejaban salir de su casa y además lo obligaban, siempre, a comer esa dura carne de perro. Cuando dijo eso pensé que estaba diciéndolo por el enojo, pero después siguió diciendo que, en el arroz que habían dejado para que comiera, solo quedaban orejas, el hocico y las puntas de las patas del perro, que eran las partes que a nadie le gustaban y por lo general le tocaban al más pequeño. Cuando comprendí que no estaba exagerando, sentí deseos de vomitar.

Sé que en países del lejano oriente es común comer perros, gatos y hasta ratas, pero en occidente esta es una practica considerada «bárbara». Darme cuenta que niños tan pequeños eran alimentados con mascotas me pareció de lo más repulsivo.
Mauricio me pidió más dulces y se los di, maquinalmente. Mi cabeza estaba en otro lado, procesando los hechos y decidiendo si hacer algo o ignorar todo y alejarme de allí. Estaba en medio de estos pensamientos, cuando la ventana fue abierta violentamente desde adentro, los hermanos de Mauricio habían regresado y llegaron sin hacer ruido, por lo que pudieron escuchar parte de la conversación que teníamos con el más pequeño, desatando su furia contra él. Yo di dos pasos hacia atrás, alejándome de la ventana. Los niños jalaron por la fuerza a Mauricio y le empezaron a pegar, mientras cerraban de golpe la ventana. Yo simplemente me di la vuelta, pasé recogiendo mis cubetas con agua y me encerré en la casa.
Mi corazón latía incontrolable y me invadía el disgusto y cierto temor. Imaginaba que los padres de esos niños serían capaces de cosas terribles para castigarles si sabían que su oscuro secreto había sido revelado. Pero también pensaba que podían tomar represalias contra mí.
Unas horas después vi, escondido tras la cortina de mi ventana, que se estacionó el automóvil de los padres y éstos bajaban con gran esfuerzo una jaula conteniendo varios perros. Algunos parecían estar dormidos, mientras
que otros presentaban golpes que sangraban en la cabeza y las patas. Quitaron llave de la puerta principal y entraron ruidosamente en la casa. Estaba oscureciendo así que se encendieron luces adentro. Después encendieron un equipo de sonido y lo pusieron con alto volumen. Las gruesas cortinas en las ventanas, no dejaban ver nada de lo que sucedía en el interior. Pero yo temía lo peor. Que los padres se enteraran de que el pequeño Mauricio me había contado su secreto y quisieran castigarlo, como él me había dicho, «comiéndoselo entre todos los de la familia». También tenía miedo que fueran capaces de atacarme y tal vez comerme a mí.
Esa noche no pude dormir, el ruido de su estridente música y el miedo hacia esa extraña familia, me hacían retorcerme en la cama, sin poder cerrar los ojos. Si me atacaban, nadie lo notaria por varios días, ya que vivía solo desde hacía años y además había tomado unas semanas de vacaciones en mi trabajo.
No me animaba a llamar a la policía, porque todo podía ser una fantasía inventada por el pequeño Mauricio. Era posible que aquel hombre, fuera una especie de veterinario y hubiera llevado esos perros, para curarlos. Se sabe que en la ciudad de Los Ángeles hay miles de perros abandonados viviendo en las calles y basureros. Tal vez, él los recogía y los curaba para darlos en adopción y si yo llamaba a la policía, los tendría de enemigos para siempre. La angustia era terrible, no sabía qué hacer.
Cerca de la media noche la música cesó y se apagaron algunas luces dentro de la casa de enfrente. Yo me puse a vigilar desde mi ventana en el segundo nivel, donde tenía una vista amplia del frente de la casa del pequeño Mauricio. Escuché que abrían una puerta y vi como los hermanos mayores sacaban bolsas negras y las ponían a la par del automóvil, que su padre había estacionado enfrente de su casa. Aparentemente entraron por más bolsas. Mi instinto fue revisar una de aquellas bolsas negras, para saber finalmente, si el pequeño Mauricio había dicho la verdad. Bajé corriendo las gradas, abrí despacio la puerta de mi casa y, agachándome un poco, me acerqué al automóvil, usándolo como escondite, en caso de que salieran los niños más grandes o sus padres. Efectivamente, en el momento que llegué al automóvil, escuché como salían los niños mayores arrastrando un saco de yute, que parecía pesar más que las bolsas que habían sacado anteriormente. El saco iba dejando un rastro oscuro a su paso. El padre salió a la puerta principal y les gritó a sus hijos que se apuraran, porque todavía tenían que sacar más cosas, para subirlas a su automóvil.
Los niños maldijeron, por lo bajo, y trataron de apresurarse. Logré dar un rápido vistazo hacia adentro de la casa y vi que la madre caminaba por entre las habitaciones, que eran atravesadas por un corredor, con una manguera lavando afanosamente pisos y paredes. Los niños mayores lograron llegar al automóvil, con el saco de yute y decidieron fumar un cigarrillo a escondidas, para descansar. Gabriel lo encendió y le dio los primeros «jalones», por ser el mayor. Daniel le pedía ansiosamente que se apurara, porque le tocaba a él, pero Gabriel gustaba de hacerlo esperar, para hacerse el importante. Finalmente, Daniel no aguantó mas y le arrebató el cigarrillo a su hermano mayor y salió corriendo, para atrás de la casa. Gabriel furioso lo siguió, gritándole que le iba a comer la mano, con la que le había arrebatado el cigarrillo de la boca.
Aproveché el momento para abrir el saco de yute, que no estaba amarrado del todo y me horroricé, al ver que en su interior estaban varias partes de los perros, que había visto ingresar unas horas antes. Solo estaban las partes que a los Meléndez, no les gustaba comerse. Pero lo que más me preocupaba, era ver si también habían sido capaces de dañar al pequeño Mauricio. Revolví un poco los restos, sin encontrar señales del niño. Pensé con alivio, que tal vez esa parte de la historia del chico, había sido exagerada. Tal vez sus padres practicaban ritos bárbaros, pero ciertamente no eran caníbales. No soporté ver más, así que me agaché lo más que pude y logré llegar a mi casa sin que me vieran. Seguí vigilando y cerca de las tres de la mañana, vi como subían al vehículo las bolsas, el saco de yute y una enorme hielera, que acomodaron con gran esfuerzo, encima del techo de su automóvil, el cuál tenía una parrilla bastante sólida para aguantar el peso que le agregaron. Con alivio vi como subían al vehículo los tres niños. El pequeño Mauricio llevaba un abrigo rojo y una gorra con orejeras, pero se miraba sonriente cuando subió al asiento trasero junto con sus hermanos. Después salió la madre, con una maleta de mano, que acomodó junto a la hielera y se subió al asiento del copiloto a esperar a su esposo. Por último, el hombre bajó la palanca principal de la corriente eléctrica, dejando la casa totalmente a oscuras. Llevaba una enorme linterna en la mano para alumbrar el camino.
Tomó algunos minutos que asegurara la hielera y las maletas en el techo con una cuerda. Después se subió al automóvil y se alejaron del vecindario, con las luces del vehículo apagadas.
Nunca volví a saber de ellos, la casa en la que vivieron estuvo abandonada por años, sin que nadie más mostrara interés por rentarla. Un día, el dueño decidió derrumbarla y construir un parque especial para mascotas. Cobraba un dólar, por dejar entrar a los animales, para que se olfatearan entre sí y corrieran como locos. El parque se volvió muy popular en todo el vecindario y la ciudad. Los dueños venían a pasear a sus perros, sin saber, que años antes, en ese mismo lugar, había vivido la familia Meléndez, que gustaban de devorar a mascotas como las que alegremente se paseaban allí.
#JESEmprendimiento

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